EL PAÍS, ESPAÑA.- Por Pablo Linde. La tarjeta Cívica de Medellín ya anuncia sus intenciones con su propio nombre. Con ella, un residente del humilde barrio de la Sierra, en lo alto de de uno de los cerros que rodea la ciudad, puede coger el Metrocable —un sistema de teleférico—, bajar en la parada de Oriente para subir al tranvía, que le dejará en el metro de San Antonio; salir tres estaciones al sur para hacer un trayecto en Metroplus —un sistema de autobús con plataforma exclusiva y, por lo tanto, sin atascos— hasta Rosales, donde tiene a su disposición una bici pública para hacer el viaje hasta su destino: la unidad deportiva María Luisa Calle, en el otro extremo de la ciudad. Habrá gastado un viaje de su bono: 2.080 pesos (unos 66 céntimos de euro).
Pocos sistemas de transporte masivo del mundo integran bajo un mismo paraguas tantos medios de locomoción. Una empresa pública, Metro de Medellín está a cargo de todos ellos —excepto las bicis, también públicas, que dependen de otro organismo— y ha conseguido, a lo largo de muchos años y no sin contratiempos, convertirlo en un modelo para toda Latinoamérica. Pero dista de ser perfecto: la ciudad tiene por delante el reto de ampliar su cobertura, luchar contra la congestión de tráfico —y de contaminación— y seguir fomentando el uso de la bicicleta.
Detrás de todo esto está lo que Jairo Gutiérrez, que lleva más de 20 años trabajando en la empresa, llama “cultura metro”. Cuando cuenta en qué consiste no le queda más remedio que remontarse en el tiempo: “Hace tres décadas vivíamos un momento muy triste en Medellín. Cuando los jóvenes salían de sus casas no sabían si iban a volver. No creíamos en el futuro”. Rememora los duros años del narcotráfico, cuando Pablo Escobar sembró el terror en una ciudad que se hizo famosa por ser la más peligrosa del mundo. Mucho cambió desde entonces. En parte, según Gutiérrez, por el metro, que comenzó a funcionar a las once de la mañana del 30 de noviembre de 1995, dos de días antes del segundo aniversario de la muerte del capo de la droga. “Articuló un territorio que antes era estanco, de guetos; la gente vio la ciudad desde arriba y la descubrió [no es un ferrocarril subterráneo, sino elevado]; cambió la cultura y el imaginario de la movilidad y metió en la cesta de la compra un nuevo artículo: el ticket del metro”.
Habla de la tarjeta cívica, esa que permite subir a cualquier medio de transporte público de la ciudad y que no tiene un nombre casual. Detrás de ella está toda esa cultura que va más allá del movimiento de personas por la ciudad. Un buen ejemplo es la recientemente inaugurada línea de tranvía de Ayacucho, que sirve de empalme entre la parada de metro de San Antonio, en pleno centro de la ciudad y el teleférico que lleva al barrio de La Sierra. Toda la calle que recorre era un espacio para vehículos, que ahora no pueden pasar por allí. Esto, junto con meses de obras, es el caldo de cultivo perfecto para generar malestar en un vecindario. Pero Metro no hace la obra sin más; con anterioridad imparte talleres que explican a los vecinos todo lo que va a suceder en su barrio y convoca a los líderes comunitarios para que ellos sean quienes difundan la palabra entre el resto de los habitantes. Y la empresa se afana en cambiar la cara del entorno al que llega.
Dario Meneses, jubilado de 65 años que participó en estos cursos, cuenta que, al poco de concluir las obras, unos familiares fueron a visitarlos. “No es que sean bobitos, pero estaban delante de la casa y no la reconocían. Ha habido un cambio brutal: auditivo, ya no hay ruidos; visual, se ha restaurado el entorno; y medioambiental, pues la contaminación se ha reducido sensiblemente”, relata en la estación de Bicentenario, frente a su casa y a uno de los enormes graffitis que ahora adornan las fachadas de muchas viviendas que rodean el trayecto del tranvía.
“El factor diferencial con respecto a otros sistemas es que Medellín es que su autoridad de transporte empezó a concebir toda la movilidad de forma integrada”, explica Manuel Rodríguez, especialista en transporte del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que aporta financiación y conocimiento (estudios, informes, encuestas) a muchos de los sistemas de Latinoamérica. No es, sin embargo, uno replicable en cualquier lugar. El metrocable, por ejemplo, solo es necesario en lugares con una orografía muy determinada. Natalia Sanz, del mismo departamento, añade que la capacidad institucional para hacer algo así tampoco se encuentra en todos lados. “Aunque a otras ciudades les puede servir para entender cómo se ha gestionado un sistema tan integrado”, concluye.
No ha sido ni fácil ni de la noche a la mañana. La Empresa de Transporte Masivo del Valle de Aburrá Limitada (Metro de Medellín Ltda.) fue creada en 1979, 16 años antes de la primera operación de este transporte. Y al principio no faltaron interrogantes sobre su viabilidad, su rentabilidad, ni siquiera sobre su necesidad. “En su tiempo nadie se habría creído que hoy iba a ser tomado como un referente: hubo sobrecostos, falla institucional, dudas de demandas. Tuvo costos altos, pero ha consolidado un sistema que todos queremos ver”, dice Ana María Pinto, también del BID, que añade una reflexión: “Terminar una integración así cuesta plata y tiene componente de decisión de política pública: si se subsidia o no. Estamos acostumbrados a hacer la obra, pero muchos municipios creen que los sistemas se tienen que pagar solos, y hemos visto que esto así no suele funcionar, la operación debe implicar en alguna medida subsidio”.
En Medellín es una inversión que no se cuestiona. Los ciudadanos están orgullosos de su servicio en una ciudad en la que la implicación cívica ha sido crucial darle la vuelta como a un calcetín a la situación que describía Jairo Gutiérrez. Los trenes, que tienen más de 20 años, lucen casi como nuevos. En parte por esta implicación ciudadana y, también, porque la empresa sabe bien el círculo vicioso en el que entra cualquier espacio público cuando comienza a mostrar deterioro. Una pequeña pintada lleva a otra, y esta a una mayor y todo lo anterior a maltratar la infraestructura. Así que, ante el primer rastro de vandalismo, retiran el coche en cuestión, lo limpian y lo devuelven a la circulación.
Carlos Cadena Gaitán, doctor en movilidad sostenible de la Universidad de Maastricht en Holanda y profesor de la Universidad EAFIT, reconoce el buen funcionamiento del metro y la cultura que ha generado. Pero cree que la ciudad ha perdido mucho tiempo: “Es bipolar, pone una vela a dios y otra al diablo. Fomenta este buen transporte público y a la vez invierte más en infraestructuras para que la gente use el carro. Se siguen haciendo puentes y calles para uso exclusivo de coches y motos. Esto nos ha llevado a uno de los mayores problemas de ciudad: tenemos el aire más contaminado de Colombia”. La urbe está encajonada entre dos bloques montañosos, lo que hace que toda la polución se quede atrapada sobre las cabezas de sus ciudadanos. Y esto tiene consecuencias. “Cada día mueren ocho personas por la calidad del aire. Por violencia, 1,3. Si hay algo urgente que solucionar es la polución”, afirma Cadena Gaitán, que es un defensor de la bicicleta como medio de transporte alternativo y limpio.
El concepto de pedalear por la ciudad ha cambiado radicalmente en el último lustro. “Antes, si ibas en bici a trabajar solo había una posibilidad: estabas loco”, ironiza el profesor universitario. Aunque en la ciudad hay afición a las dos ruedas, estaban destinadas al ocio. La movilidad en este transporte quedaba reservada a estratos sociales muy bajos. Pero la iniciativa de unos estudiantes de Ingeniería del Diseño comenzó a cambiar esta percepción. Lina López, José Campo y Felipe Gutiérrez decidieron que su proyecto de final de carrera sería diseñar un sistema de bicicletas públicas compartidas, tras una estancia en Holanda que les cambió la forma de ver este medio de locomoción. Desarrollaron tres prototipos de bicis y estaciones. Y tuvieron la suerte de que quien hoy es alcalde de la ciudad, Federico Gutiérrez Zuluaga, entonces concejal, se fijó en su proyecto. El Área metropolitana firmó un acuerdo con la universidad y empezaron a aplicar la idea. En 2011 había seis estaciones y 105 vehículos. El primer año se hicieron 11.372 préstamos. Hoy existen 55 puntos para recoger un millar de bicis y, en 2016, se registraron 1,9 millones de viajes.
“Sirvió para enviar un mensaje a la ciudadanía, generó un concepto diferente, normalizó la bici y acabó con el temor a la inseguridad. Muchos decían que iban a ser pasto del vandalismo, pero en todo este tiempo solo se han registrado 15 robos de bicicletas, y la mayoría se han recuperado”, relata Lina López, que ahora trabaja en el Área Metropolitana del Valle de Aburrá, el organismo que gestiona Encicla, que es como se llama el sistema de bicis públicas compartidas (y completamente gratuitas).
Este organismo supramunicipal coordina políticas públicas y de transporte en las nueve localidades que, junto a Medellín y prácticamente conurbadas con ella (en algunos casos no se sabe donde empieza una y termina otra), forman el Valle de Aburrá, donde viven 2,8 millones de habitantes. Tiene proyectado construir hasta 2019 80 kilómetros de ciclorrutas, multiplicando por dos los que hay ahora. También tiene el reto de mejorar la cobertura y la calidad del entramado de empresas privadas que controlan las rutas de autobús convencional, que muchas veces se mueven en los pagos informales y representan todo lo contrario de la unidad y el orden que impone la tarjeta cívica, aunque cada vez son más líneas las que la han incluido. El objetivo: una sola tarjeta para transportarlos a todos.